25 de febrero de 2004 - Miércoles de Ceniza
Queridos hermanos:
Durante el año 2003
les pedí dedicar la Misión Arquidiocesana a cuidar la
fragilidad de nuestro pueblo, haciéndonos cargo de ella desde la misma
fragilidad de Jesús, el Dios Encarnado, quien siendo fuerte se hizo débil,
siendo rico se hizo pobre, siendo grande se hizo pequeño (cfr. Misal Romano). En
este sentido en algunas comunidades se han realizado acciones concretas: más
oración, gestos de cercanía, tareas solidarias... En otras es poco lo que se ha
hecho todavía. Pero ciertamente podemos decir que en la Arquidiócesis se está
instalando esta honda preocupación pastoral.
Querer cuidar la
fragilidad de nuestro pueblo es un anhelo de magnanimidad que sólo podrá anidar
en corazones generosos y solidarios, sencillos y atentos.
Perseverar en este
propósito será el fruto de la gracia del Espíritu Santo que nos impulsa a estar
cerca de toda carencia y dolor y nos sostiene en la constancia.
Vivimos situaciones
graves que desaniman y con frecuencia nos llevan al desaliento. Acerca de ellas
hemos reflexionado en cada comunidad procurando que nos toquen el corazón. A
quienes no hayan realizado el itinerario elaborado por el Consejo Pastoral
Arquidiocesano les pido por favor que lo realicen durante este año para que
todos nos pongamos a tono con esta apertura del alma para hacernos cargo de la
fragilidad de nuestro pueblo. Nos hará bien volver a recorrer desde dentro estas
fragilidades: p. ej. aquellas que tocan a la vida de la fe (¡cuántos chicos no
saben rezar!, ¡cuántos jóvenes sin horizontes...!), a la vida familiar (la falta
de diálogo, los ancianos abandonados...), a la vida social (el desempleo, el
hambre, la injusticia...).
Frente al dolor y
la decepción los cristianos somos llamados a la esperanza. No como búsqueda de
ilusión fantasiosa, sino con la confianza del discípulo y apóstol de que “la
esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm. 5, 5).
Esta esperanza es el ancla que ya está clavada en los Cielos y a la cual nos
aferramos para seguir caminando. El mismo Jesús viene a nuestro encuentro para
repetirnos con serenidad y firmeza: “No tengan miedo” (Mc. 6, 50.) “yo
estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20) “Vayan y
anuncien” (Mt. 28, 19). Ir a anunciar, estar cerca de quien sufre
fragilidad, siendo uno mismo frágil, es posible solamente confiando en esa
promesa del Señor Resucitado “yo estaré siempre con ustedes”. (Mt. 28,
20). Y porque no somos super-héroes, ni luchadores valientes que presumen
ciegamente de sus propias fuerzas, actuamos con la audacia propia de los
discípulos de Jesús, miembros de su familia. Audacia de hermanos
del Señor.
Este año les pido
trabajar con esa audacia, con intenso fervor apostólico.
Al hacernos cargo de la fragilidad, nuestra y de nuestro pueblo, queremos
caminar con audacia, esa actitud que suscitaba el Espíritu Santo en
los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo. Audacia, coraje, hablar con
libertad, fervor apostólico... todo eso se incluye en el vocablo
parresía, palabra con la que San Pablo significa “la libertad y el
coraje de una existencia, que es abierta en sí misma, porque se encuentra
disponible para Dios y para el prójimo”. Pablo VI mencionaba entre los
obstáculos a la evangelización precisamente la carencia de parresía: “la falta
de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta
de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la
acomodación al ambiente y en el desinterés y sobre todo en la falta de alegría y
de esperanza” (Ev. Nunt., 80). Juan Pablo II nos habla de ardor, celo
apostólico, valentía, empuje misionero. (Redemptoris Missio, 30, 67, 91). Y
recordamos a los discípulos de Emaús en su encuentro con el Señor Resucitado:
“¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino?” (Lc.
24, 32). Convicción en la obra del Espíritu y ardor que brota del encuentro con
Cristo vivo. Convicción y ardor que son necesarios en nosotros, los discípulos,
tanto para hacernos cargo de las fragilidades como para anunciar a Cristo
Resucitado.
Con frecuencia
sentimos la fatiga y el cansancio. Nos tienta el espíritu de acedia, de pereza.
También miramos todo lo que hay por hacer, y lo poco que somos. Como los
apóstoles le decimos al Señor: “¿qué es esto para tanta gente?” (Jn. 6,
9), ¿qué somos nosotros para cuidar tanta fragilidad? Y allí justamente radica
nuestra fortaleza: en la confianza humilde de quien ama y se sabe amado y
cuidado por el Padre, en la confianza humilde de quien se sabe elegido
gratuitamente y enviado. La experiencia de San Pablo fue llevar un tesoro en
vasija de barro (2 Cor. 4, 7), y nos la transmite a todos nosotros. . Es la
mirada sobre sí mismo y los demás. No tiene miedo a mirar la vasija de barro
porque precisamente el tesoro que lleva dentro está fundamentado en Jesucristo,
y de Él le viene el coraje, la audacia, el fervor apostólico.
¡Cuántas veces nos
sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de la orilla! Pero el Señor nos
llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más profundas (Lc.
5, 4). Nos llama a que lo anunciemos con audacia y fervor
apostólico, a gastar nuestra vida en Su Servicio. Aferrados a Él nos
animamos a seguirlo de cerca, cada uno de nosotros poniendo nuestros carismas al
servicio de la comunidad en la Iglesia arquidiocesana. Lo haremos utilizando
diversos instrumentos pastorales armonizados por nuestro Plan Pastoral que
termina una nueva etapa al finalizar este año, con las acciones propuestas para
el trienio 2002-2004. En el Consejo Episcopal hemos visto la conveniencia de
realizar una Asamblea Diocesana en el 2005, que nos permita crecer en sentido de
pertenencia eclesial y participar en la reelaboración de nuestro Plan Pastoral,
teniendo en cuenta las orientaciones de “Navega Mar Adentro”. He pedido al
Consejo Pastoral Arquidiocesano que elabore un camino de preparación para esa
Asamblea.
Quisiera concluir
exhortándolos una vez más al fervor apostólico con las palabras de
Pablo VI: “Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso
cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo -como
Juan el Bautista,
como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables
evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia- con
un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea
ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo
actual... pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores
tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del
Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido,
ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la
tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo” (Ev.
Nunt. 80).
Pido al Señor que
todos nos sintamos apremiados por su amor (2 Cor. 5, 14) y podamos decir con San
Pablo ¡”Ay de mí si no evangelizo”! (1 Cor. 9, 16). La Madre del Señor,
que experimentó la peculiar fatiga del corazón (Redempt. Mater., 17), nos
acompañe y sostenga en nuestras fatigas cotidianas y nos obtenga la gracia de la
audacia evangelizadora y el fervor apostólico.
Les pido, por
favor, que recen por mí. Con fraternal afecto,
Card. Jorge Mario Bergoglio S.J.,arzobispo de Buenos Aires
Buenos Aires, 25 de febrero de 2004
Miércoles de Ceniza.
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